LA REVOLUCIÓN VISUAL DE HAYAO MIYAZAKI: THE BOY AND THE HERON
Este año, tuvimos la oportunidad de asistir al Toronto International Film Festival, gracias a circunstancias fortuitas. Este evento se ha ganado su reputación año tras año como el epicentro de presentaciones de películas internacionales entre los mercados europeos y asiáticos en este lado del hemisferio, sin dejar de lado la abundante oferta de contenidos de alta calidad de origen norteamericano.
Sin embargo, hoy no estamos aquí para hablar de nuestra experiencia en el TIFF, sino para centrarnos en la película que todos estaban ansiosos por ver: "The Boy and the Heron" (Kimitachi wa Dō Ikiru ka). Esta película, además de haber sido un gran éxito económico en Japón, ha logrado algo que rara vez se ha visto en las películas producidas por el Studio Ghibli, y específicamente, en las dirigidas por Hayao Miyazaki.
No es una exageración decir que hace algunos años, la noticia de que Hayao Miyazaki estaba trabajando en su última película después de "El viento se levanta" conmocionó al mundo del cine. Esta película llevaba consigo la promesa de ser la última obra maestra del director, ya que abordaba temas profundamente personales y tocaba fibras sensibles relacionadas con algunos asuntos políticos y recuerdos que, al parecer, no eran del todo bien recibidos en su país de origen. Esta controversia se reflejó en su desempeño en la taquilla doméstica y, en consecuencia, en su rendimiento comercial.
Sin embargo, no tuvimos que esperar mucho tiempo para recibir el anuncio de que la última película del director llevaría por título "Kimitachi wa Dō Ikiru ka," que se traduciría más cercanamente como "¿Cómo Vives?" Esta elección de título sería la interpretación más aproximada que podríamos tener. No obstante, por razones desconocidas, posiblemente por una decisión tomada por un comité internacional o en los Estados Unidos, se le dio el nombre de "The Boy and the Heron."
Pero centrémonos en lo importante. Tuvimos la oportunidad de asistir a una proyección de la película, que sin lugar a duda era una de las más esperadas y exclusivas de todo el festival. Tanto es así que el director mexicano Guillermo del Toro hizo una aparición sorpresa en la sala para presentar la película.
La película comienza sin titubeos ni complicaciones, manteniendo el estilo al que el director y el estudio nos tienen acostumbrados: una animación en 2D que parece haber sido realizada casi en su totalidad de forma artesanal. Esta técnica irradia una energía increíble y se combina con una mezcla de sonido que, hasta ese momento, no había tenido la oportunidad de disfrutar tanto. Gracias a su estilo visual, te sumerges de inmediato en un mundo narrado desde la perspectiva del director.
¿Y por qué digo esto? En general, el estudio nos ha acostumbrado a conectar con protagonistas que crecen y maduran a lo largo de sus historias, pasando de la inocencia inicial a una madurez hermosa, como una flor que florece al final de la película. Sin embargo, en esta ocasión, el director nos presenta de entrada una gran preocupación y estrés en el protagonista, debido a su incapacidad para interactuar con el mundo al que pertenece debido a circunstancias ajenas.
Es posible que alguien argumente que situaciones similares ocurren en películas como "El Viaje de Chihiro," "La Princesa Mononoke" o incluso "Mi Vecino Totoro." Y podrían tener razón. Pero en ninguna de esas películas, estas situaciones se desarrollan de manera tan abrupta, con el personaje perdiendo el control de sus propias decisiones. Además, el protagonista parece estar menos conectado emocionalmente consigo mismo, ya que sus pensamientos, su corazón y sus sentimientos están atrapados en un mar de circunstancias difíciles de manejar. Este aspecto es lo que me atrapó de inmediato en la película y lo que, en última instancia, la elevó de una narrativa puramente humana a una expresión completamente espiritual.
El director Hayao Miyazaki nos ha sumergido constantemente en mundos mágicos, pero en esta ocasión, ha llevado la experiencia a un nuevo nivel. En mi opinión, esta película es la más compleja y visualmente impresionante de toda la filmografía de Miyazaki. Más allá de la magia, nos presenta un mundo espiritual, caótico, que revela su verdadera belleza cuando finalmente se encuentra el orden. Un mundo que aún no está bajo un control absoluto y que, queridos lectores, ha mantenido mi mente ocupada hasta el día de hoy.
La guerra desempeña un papel destacado en la trama, lo cual no sorprende, ya que este tema es una constante en las películas de Miyazaki, especialmente sus efectos en la vida cotidiana, como la escasez de alimentos y lujos banales.
Esta película marca un hito, ya que, a diferencia de las obras anteriores del estudio y del director, no se limita a ser una película infantil. A pesar de la variedad de criaturas y seres de fantasía que presenta, funciona mejor como una reflexión sobre la mortalidad, el legado y lo que aguarda a las generaciones futuras. The Boy and the Heron nos recuerda que debemos enfrentar la realidad.
En lugar de ofrecer una crítica, prefiero compartir mi punto de vista sobre esta película. Si en algún momento llega a estar disponible en una plataforma de streaming o se proyecta en el cine, los animaría a verla y reflexionar. Es una película que, sin lugar a duda, requiere verse al menos en un par de ocasiones para captar todos esos fragmentos de sentimientos que podemos devolver al protagonista y que, quizás, también nos permitan acomodar algo dentro de nosotros mismos.
En el marco del prestigioso Toronto International Film Festival, donde el séptimo arte brilla en todo su esplendor, hubo un elemento sorprendente que añadió una dimensión artística adicional a la experiencia cinematográfica. Un talentoso artista urbano se hizo presente en el corazón de los festejos del festival, dejando una marca indeleble en todos los asistentes que tuvieron el privilegio de presenciar su obra en constante evolución.
Este artista, cuya identidad parecía fusionarse con la esencia misma de la creatividad, llevó a cabo un mural en vivo que cambió y se transformó día tras día, cautivando a aquellos que deambulaban por la avenida del festival. Su lienzo urbano se extendía como un testamento visual a la magia del cine y a la obra maestra que se estaba proyectando en las salas de cine.
Con una paleta de pinturas acrílicas y una amplia gama de aerosoles de colores vibrantes, este virtuoso de la calle creó un espectáculo visual en constante mutación. Sus trazos se entrelazaban y se superponían, dando vida a fragmentos de la película. Era como si el filme cobrara vida en las calles de Toronto, extendiendo sus raíces artísticas más allá de la pantalla y fusionándose con el entorno urbano.
El mural se convirtió en una atracción que no podía pasarse por alto. A medida que los días avanzaban, el público tenía el privilegio de ser testigo de la transformación continua de esta obra maestra efímera.
En medio de la efervescencia del festival, este artista urbano nos recordó que el arte no conoce límites ni fronteras. Su obra, efímera por naturaleza, perdurará en la memoria de aquellos que tuvieron la fortuna de presenciarla. Nos dejó con una lección poderosa: que el cine y el arte callejero pueden fundirse en una danza creativa, inspirándonos a explorar nuevas perspectivas y a apreciar la magia que se encuentra en cada rincón de la vida cotidiana.
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